Todos buscamos y necesitamos de un referente con el cual identificarnos. Alguien en quien nos reflejamos y que nos sirve de paradigma y orientación para la vida. A este referente solemos idealizarlo y lo imitamos en muchos aspectos. Tratamos de hablar como él, vestirnos como viste, y tener sus mismas preferencias.
Si en los adultos existe esta necesidad de tener a alguien como modelo, mucho más perceptible lo es en los niños, adolescentes y jóvenes. Los menores son más propensos a imitar a otros porque buscan ser aceptados, necesitan definir su identidad, ser reconocidos y valorados por los demás. Los expertos en marketing conocen esta necesidad y por eso ofrecen ropas, zapatillas, gorros, perfumes, tatuajes y otros objetos que son consumidos por estos famosos que sirven como modelo para nuestros hijos.
A medida que vamos madurando y empezamos a conocer mejor la realidad de estos “ídolos”, nos damos cuenta de que no son perfectos y ni tan felices como creíamos. También son víctimas de las consecuencias del pecado, propio y ajeno. Tienen sus debilidades, falencias y tentaciones.
La Palabra de Dios presenta muchos personajes que fueron grandes y famosos líderes de su época. Y hasta hoy son referentes para nuestra vida de fe. El libro de Hebreos en el capítulo 11 presenta una extensa lista de los héroes que por la fe hicieron y recibieron grandes cosas del Señor.
Como padres cristianos podemos sentirnos incapaces de pertenecer a esta lista, porque reconocemos nuestras falencias en la crianza de nuestros hijos. Aunque somos referentes para los más pequeños, no nos consideramos dignos como tales. Preferimos nombrar a algún personaje bíblico que fue un padre ejemplar. Pero, ¿qué tan ejemplares fueron estos padres? Veamos a algunos de ellos:
¿Cómo fue nuestro primer padre Adán? ¿Educó bien a sus hijos? Habrá hecho su parte, pero aún así el hijo mayor, Caín, mató a su hermano Abel. Qué frustración para aquellos padres. ¡Un homicidio en el seno familiar!
¿Y Abraham? Éste, a pedido de su esposa, tuvo hijos con su sierva Agar para tener descendencia, siendo que Dios ya les había prometido tener una gran descendencia con Sara. ¡Qué impaciencia!
Y ¿qué decir de los hijos de Isaac? Estos gemelos, Jacob y Esaú, se pelearon ya en el vientre materno y fueron enemigos por muchos años a causa de los derechos de la primogenitura. Una historia con mentiras y engaños. Después los hijos de Jacob vendieron a su propio hermano, José, por envidia. ¡Qué familia complicada!
¿Y cómo era Moisés, padre de dos hijos, y el mayor de todos los profetas? Antes de ser llamado por Dios había matado a un egipcio que golpeaba a uno de sus hermanos hebreos. Era un poco nervioso. Golpeó una roca cuando solo debería hablarle y rompió las tablas de los mandamientos cuando vio la idolatría de Israel. ¡Un padre que se alteraba con facilidad!
Y ¿qué podemos decir del famoso Rey David, autor de tantos salmos? Cometió adulterio con Bestsabé y para encubrir este pecado cometió otro, ordenando matar al esposo de esta mujer.
Y así podríamos seguir hablando de unos cuantos papás e hijos que las Escrituras nos presentan. Familias en las cuales las consecuencias del pecado se manifestaron de la misma forma como hoy siguen manifestándose en todos los hogares.
Definitivamente, la Biblia no es un libro que cuenta historias de hombres y mujeres perfectos, sino de un Dios perfecto y santo, que escribió Su historia de salvación para cada pecador.
A pesar de todas sus falencias y pecados, Dios no los abandonaba. Llamaba a cada transgresor al arrepentimiento y seguía bendiciendo sus vidas para que estos, a su vez, sean de bendición para otros. Reprobaba el pecado de cada uno, pero no al pecador. Y lo maravilloso de todo, es que Dios transformaba muchas de esas maldades en bendiciones para su pueblo. Encaminó su plan de salvación, a través de las generaciones con profundo amor y misericordia. Y por esa imperfección humana, y a pesar de todas las maldades de los hombres, envió a su Hijo amado para cumplir Su perfecta y santa voluntad en nuestro lugar.
No tenemos familias perfectas, ni matrimonios perfectos, ni padres perfectos y tampoco hijos intachables. Así que podemos identificarnos con todos los demás hogares. No necesitamos idealizar y mucho menos idolatrar a un ser humano. Podemos ser quienes somos, sin frustrarnos cuando no podemos lograr lo que otros han alcanzado.
El único Padre perfecto, santo, justo, recto y bueno es Dios. Si queremos “copiar” atributos de alguien, para ser buenos padres, tenemos un paradigma en el cielo. Ciertamente jamás seremos como él, pero en él tenemos un modelo de Padre. Su forma de actuar para con sus hijos sirve de incentivo y ejemplo para nuestra paternidad.
Dios se presenta como un padre compasivo. El salmista dice: “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que lo temen”. (Salmo 103.13).
Dios corrige y disciplina a sus hijos para que permanezcan unidos a Él. El escritor a los hebreos afirma que: “El Señor disciplina al que ama, y azota a todo el que recibe como hijo”. (Hebreos 12.6).
Dios pide que enseñemos los mandamientos a nuestros hijos (Dt 6:6-9), que administremos bien nuestro hogar, sin desanimar, enojar y provocar a ira a nuestros hijos. Pablo dice a los padres: “Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor”. (Ef 6:4).
Provocarlos a ira es seducirlos al pecado, tentarlos a cometer alguna maldad. Dios nos advierte que no seamos motivo de tropiezo para nuestros hijos. Más bien, que los criemos en la disciplina y amonestación del Señor, con ley y evangelio, según la voluntad de Dios. No como nosotros quisiéramos que sean nuestros hijos, sino como Dios quiere que sean.
Los hijos son bendiciones del Señor y a él le pertenecen. Hemos recibido el privilegio y la responsabilidad de ser los representantes de Dios para “nuestros” hijos; de reflejar su amor y su perdón, como nos enseña la parábola del Hijo pródigo; de enseñarles la Palabra de Dios con palabras y ejemplos; corregirlos, orientarlos y ayudarlos para que permanezcan en su pacto bautismal y sean siervos consagrados en la obra del Señor.
Padres, es mucho lo que el Señor espera de nuestra parte. Ningún padre fue, es y será perfecto para esta misión. Todos fracasamos una y otra vez. Pero contamos con el perdón de Dios y su ayuda. Y confiamos en que, a pesar de nuestros pecados, Dios cumple sus propósitos en y a través de nosotros y de nuestros hijos.
Por eso, lo mejor que podemos hacer es señalar a Jesucristo. Invitar a nuestros hijos que fijen su mirada en el Salvador. Que procuren “copiar” su amor, su entrega, sus enseñanzas. Que imiten su forma de hablar y de actuar, de vestirse y orar al Padre Dios. Que miren sus cicatrices en las manos y pies y en el costado, sabiendo que fue por nosotros. No son tatuajes, sino marcas y señales de su amor y su perdón que nos son dados gratuitamente.
Él no es un simple “ídolo”, un ejemplo y paradigma para ser imitado. Es nuestro Señor y Salvador, para ser amado, adorado y honrado con todo nuestro ser. Sobre Él podemos edificar nuestras vidas y familias. Así, tendremos una historia con un final feliz, en la presencia eterna, junto a nuestro amado Padre celestial. ¡Muy feliz día del padre!
Pastor Jorge Krüger, Leandro N. Alem, Misiones.