El fruto de la fe es paz; no solo aquella que es externa, sino aquella de la cual Pablo habla en Filipenses (4.7) diciendo que es una paz que sobrepasa toda razón, sentido y entendimiento. Donde se encuentra esta paz, uno no puede ni debe juzgar conforme a la razón.
Primero los discípulos se sientan allí con las puertas cerradas con gran temor por los judíos (Juan 20.19), temerosos de salir, rodeados por la amenaza de morir. Externamente ellos estaban en paz, nadie les hacía daño; pero internamente sus corazones estaban atribulados. Ellos no tenían paz ni descanso. En medio de su angustia y temor viene el Señor, calma sus corazones y los alegra de modo que remueve sus temores, no porque remueve el peligro, sino que en sus corazones ya no hay miedo. Pues aun la malicia de los judíos no había desaparecido ni cambiado, ellos seguían furiosos. Externamente todo seguía igual. Sin embargo, ellos son cambiados internamente y reciben tal coraje y gozo que declaran: “Hemos visto al Señor”. Así él tranquiliza sus corazones, de forma tal que llegan a mostrarse animados y sin temor.
Esta es la verdadera paz que satisface y tranquiliza el corazón, no en momentos en que no hay adversidad, sino en medio de la adversidad, cuando externamente no hay otra cosa que conflicto frente a nosotros. Esta es la diferencia entre la paz espiritual y la mundana. La paz mundana consiste en remover el mal exterior que perturba la paz; como cuando los enemigos sitian una ciudad y no hay paz; pero cuando se retiran vuelve la paz. Tal es el caso con la pobreza y la enfermedad. Mientras ellas te afligen, no hay satisfacción, pero cuando ya no están y termina la tensión, vuelve la paz y el descanso. Pero quien experimenta esto no es cambiado, siendo solo intimidado sea que el mal está presente o no, solo se aflige cuando enfrenta necesidad.
La paz espiritual o cristiana, en cambio, cambia la dirección del asunto, de forma tal que externamente el mal permanece, sean enemigos, enfermedad, pobreza, pecado, muerte y el diablo. Estos siempre están presentes y nunca desaparecen, rodeándonos en todo momento. Aun así, en el interior del corazón encontramos paz, fortaleza y consuelo, de modo que el corazón no se preocupa por el mal, sí, realmente es más corajudo y gozoso en su presencia que en su ausencia. Por eso es la paz que pasa y trasciende todo entendimiento en todos los sentidos. Pues la razón no puede aprehender ninguna paz excepto la terrenal o externa, ya que no puede reconciliarse a sí mismo para lograrla ni entender cómo es que es posible vivir en paz en presencia del mal. No sabe cómo satisfacer ni consolar a una persona, por lo tanto piensa que si es posible eliminar el mal, la paz regresará. Cuando el Espíritu viene, deja que la adversidad externa permanezca, pero fortalece a la persona, dando coraje al tímido y tembloroso, cambiando al atribulado en tranquilo, pacificando la conciencia. Tal persona se muestra con coraje, ánimo y alegría frente a cosas por las que todo el mundo generalmente se ve aterrorizado.
Martin Lutero
Sermón para el domingo después de Pascua (porción), Juan 20:19-31.