Era un hombre de palabra porque tenía la Palabra. Era un gran pecador, no tenía nada bueno para decir acerca de sí mismo. Pero al mismo tiempo era un santo, porque fue llamado por Dios a través de la gracia en Cristo Jesús. Supo cargar su cruz, porque tenía su vida bajo el control de Dios. Era una persona agradable; las charlas de sobremesa demuestran esto, cuando con mucho interés las personas escuchaban a Lutero. Su sentido de perspectiva era impresionante: ante la inmensidad del amor de Dios, Lutero siempre se vio pequeño. Fue un hombre paciente, percibió esto cuando estuvo en Wartburgo. Fue audaz, no tuvo temor ni por su propia vida ante el emperador en Worms. Fue un hombre abierto, no escondía lo que pensaba. Fue hombre de oración, siempre se tomaba tiempo para orar. Meditó en la Palabra de Dios. Lutero ignoró su propio interés, siempre vivió para los otros. Tenía aversión al caos; el orden y la decencia es lo que Lutero predicaba tanto para los individuos como para la iglesia y la sociedad. También fue un hombre temeroso; aunque predicó contra el miedo, asumió su propia dificultad en lidiar con el mismo. La generosidad fue parte de su vida. El incidente con Karlstadt en su noche de bodas es una marca de la generosidad de Lutero. Fue un hombre del pueblo; con su máxima de que el cristiano es libre de todos pero al mismo tiempo es siervo de todos, Lutero conquistó a las personas. Con esto, pudo llamar la atención de las personas mostrándoles su propio llamado y responsabilidad. Percibimos esto cuando Lutero estimuló repetidamente a Melanchton, su secretario teológico, para que sea predicador. Melanchton aceptó el desafío en el entierro de Lutero. Lidiaba tranquilamente con las paradojas: somos al mismo tiempo libres y esclavos, justos y pecadores; Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Lutero luchó con Satanás. Hizo uso del humor. En cierta ocasión afirmó: “si te ríes, tienes fe”. Lutero era inconmovible, no cambió de opinión. Confió en la Palabra de Dios. Yo puedo errar, pero la Palabra de Dios no erra. Se aferró a Cristo. En todo su sufrimiento, tentación, duda y alegría, Lutero defendió la cristología de las Escrituras. Él murió en la fe. Su última oración fue: “Oh, Padre Celestial, Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. A ti, Dios de todo consuelo, te agradezco porque me has revelado a tu amado Hijo Jesucristo, en quien creo, a quien prediqué y confesé, a quien amé y adoré, a quien todos los impíos ridiculizan, persiguen y calumnian”.