Para los cristianos de habla hispana, septiembre es el mes de la Biblia. Entre otras cosas, porque el 26 de septiembre de 1569 se concluyó la impresión de la biblia en español, llamada “Biblia del Oso” (en su portada aparece un oso alcanzando un panal de miel en un árbol). Esta traducción hecha por Casiodoro de Reina y revisada posteriormente por Cipriano de Valera en 1602, dio origen a la famosa versión castellana “Reina Valera”. El hecho de que tengamos la Biblia en nuestras manos, a nuestra vista y nuestros oídos, es un claro indicativo del Dios que tenemos: un Dios que habla y que quiere ser escuchado, que siempre nos invita: “¡Escúchenme!”.
Dios es el Dios de la palabra. Un Dios que no solamente habla sino que habla la palabra creadora y redentora. A través de su palabra, Dios marca su presencia, viene hasta nosotros para decirnos “aquí estoy”.
Es algo que experimentaste en tu vida y lo seguirás haciendo, cuando Dios habló fue para hacer que algo suceda: para bendecirte, animarte, traerte consuelo, sostenerte, perdonarte. También fue para retarte, poner al descubierto aquello que no te trae ningún bien, para manifestar su disgusto por tus acciones, e incluso disciplinarte. Aunque muchas veces no te gustó lo que dijo, siempre es mejor que Dios hable a que esté en silencio. Cuando está en silencio estamos en problemas. Su silencio indica que se retiró, que se cansó y por lo tanto nada bueno estará por venir.
En otros tiempos, Dios nos habló muchas veces y de muchas maneras. Lo hizo a través de los profetas, en sueños y visiones; o cara a cara con Moisés, como quien habla con un amigo. Pero su palabra definitiva fue una persona. “En estos días finales nos ha hablado por medio del Hijo” (Hebreos 1.2). El hablar de Dios fue tan misericordioso y cargado con tanto amor que se hizo hombre. Caminó entre nosotros, lo hemos oído y tocado. A Pedro, Santiago, Juan y muchos más los tenemos como testigos de esto.
Es palabra cargada de autoridad y poder, pero no se aferró a esto sino que se embarró los pies por nosotros:
- En el camino se cruzó con la viuda que iba a enterrar a su único hijo. No le interesó quedar impuro ni hacer el ridículo al hablarle a un muerto.
- En algún patio del templo escribió sus únicas palabras: en el suelo, con el dedo, mientras esperaba que los acu- sadores arrojen la primera piedra sobre aquella mujer.
- Habló con quienes no había que hablar, con aquellos que por su pecado habían sido desechados por los “justos”.
- Cuando hablaba no usaba giros difíciles, se valía de lo cotidiano: los viñedos, el pastor y las ovejas, la sal, la lámpara, la mujer que prepara el pan, las redes.
- Se tomaba el tiempo para hablar con una persona, con los 12, con la gente que cabía en una casa, con multitudes a orillas del lago o con la gente reunida en el templo.
- Sin palabras, habló de la cruz con una palangana, el agua y la toalla. Antes, lo había dicho varias veces: “No vine para ser servido, sino para servir y para dar mi vida en rescate por muchos”.
- Partiendo el pan y compartiendo el vino nos decía que lo que le iba a ocurrir no sería una tragedia sino una bendición eterna para nosotros.
- A la hora de hablar fuerte, todo el mundo lo escuchó porque fue puesto en alto. Tan fuerte habló desde la cruz que tembló todo el lugar. Se había consumado nuestro perdón.
Dios se encargó que este hablar de Dios quede puesto en papel. Eso es la Biblia, “el hablar de Dios puesto en papel”, para que Cristo y los frutos de su servicio lleguen a nosotros hoy, y así tengamos vida conforme a su palabra (Salmos 119.25), o como lo dice Juan: “…estas [palabras] se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que al creer en su nombre tengan vida” (Juan 20.31).
Cuando Dios te habla por medio de la Biblia no es solo para que conozcas historias (tal vez ya te las conozcas a todas), no es para satisfacer tu curiosidad (aunque responde a grandes preguntas de la vida), no es solamente para decirte que esto está bien y aquello está mal. Es para darte vida, esa que necesitas mientras transcurres estos días malos aquí en la tierra, vida que brota de la sangre derramada en la cruz por ti, vida que necesitas a diario. Por esto la instrucción del apóstol: “La palabra de Cristo habite ricamente en ustedes. Instrúyanse y exhórtense unos a otros con toda sabiduría; canten al Señor salmos, himnos y cánticos espirituales, con gratitud de corazón”. (Colosenses 3.16).
Escribe Martín Lutero en el Catecismo Mayor (3º Mandamiento): “Aunque todo lo hicieras de la mejor manera posible y fueras maestro de todas las cosas, no por eso dejas demorar diariamente en el reino del diablo. Este no descansa día y noche para acecharte y encender en ti la incredulidad y malos pensamientos… Por eso es imprescindible que tengas en tu corazón, en todo momento, la palabra de Dios; en tus labios, en tus oídos. Pero si tu corazón está ocioso y la palabra de Dios no suena, el diablo se abrirá paso y te dañará aun antes de que puedas advertirlo. Por lo contrario, la palabra posee la fuerza cuando se la considera con seriedad, se escucha y trata, de no pasar estéril, sino también de despertar incesantemente una comprensión, un goce y una devoción nuevos, suscitando un corazón y pensamientos puros. Porque no es un conjunto de palabras ineficaces o muertas, sino activas y vivas”.
Apreciemos y tengamos en alta estima la palabra de Dios, escuchándola y recibiéndola en los cultos, leyéndola en casa, estudiándola donde dos o tres estemos reunidos en su nombre. Tenemos un Dios que nos habla palabras de vida eterna. ¡Qué bien nos hace escucharlas, leerlas, estudiarlas, guardarlas y compartirlas!
Arturo Truenow – Pastor Presidente de IELA