El Señor sigue siendo mi salvación y mi fuerza

Seguramente en estos días habrá escuchado esta afirmación: “estamos en una guerra, con la diferencia que en esta ocasión el enemigo es invisible”. 

En el libro de Habacuc se nos muestra la desolación que trae aparejada una guerra, el ataque del enemigo. Hacia el final del libro leemos: “Al oírte [el profeta a Dios], se estremecen mis entrañas; mis labios tiemblan al escuchar tu voz. El mal me cala hasta los huesos, y en mi interior todo se estremece, pero yo espero confiado el día de la angustia, el día en que será invadido el pueblo que ahora nos oprime. Aunque todavía no florece la higuera, ni hay uvas en los viñedos, ni hay tampoco aceitunas en los olivos, ni los campos han rendido sus cosechas; aunque no hay ovejas en los rediles ni vacas en los corrales, aun así, yo me alegro en el Señor; ¡me regocijo en ti, Dios de mi salvación! Tú, Señor eres mi Dios y fortaleza. Tú, Señor, me das pies ligeros, como de gacela, y me haces andar por las alturas”. (Habacuc 3.16-19).

El profeta no puede controlar su cuerpo. Lo siente como que se le desarma, se le derrumba. Tembló por lo que le oyó decir a Dios sobre el futuro de ellos como pueblo, que no sería nada fácil, porque “estaba por hacer que vengan los caldeos, un pueblo cruel y tenaz que recorre toda la tierra para adueñarse de los territorios de otros pueblos. Es un pueblo espantoso y terrible, que por sí mismo decide lo que es justo y digno. Sus caballos son más ligeros que los leopardos y más feroces que los lobos nocturnos. Sus jinetes vienen de lejos, a galope tendido; vienen raudos como águilas, dispuestos a devorar, ¡y todos ellos caen sobre su presa! El terror los precede, y recogen cautivos como quien recoge arena. Se ríen de los reyes, se burlan de los príncipes; hacen mofa de toda fortaleza: construyen terraplenes y conquistan ciudades. Pasan con la fuerza de una tormenta, y esa fuerza la atribuyen a su dios”. Hab 1.6-11.

Así de terrible también se nos está presentando este enemigo invisible contra el cual estamos batallando los seres humanos, el coronavirus. 

La situación era tan terrible, que no solo el pueblo, también el profeta Habacuc encara a Dios con estas preguntas: “¿Hasta cuándo, Señor, te llamaré y no me harás caso? ¿Hasta cuándo clamaré a ti por causa de la violencia, y no vendrás a salvarnos? ¿Por qué permites que vea yo iniquidad? ¿Por qué me haces espectador del mal? ¡Sólo veo destrucción y violencia!” Hab 1.2-3.

En respuesta Dios le da paciencia para esperar por un tiempo mejor (que no era poco) y le dice: “el justo vivirá por la fe” (Hab 2.4).

Estamos ante una pandemia de la que no podemos huir. Nos tiene alterados, en cuarentena. La mayoría de los eventos y actividades normales tuvieron que ser suspendidos o reducidos al mínimo. Los continuos comunicados y medidas nos sitúan en un marco similar al de una guerra.  

Así las cosas, las de hoy, las nuestras, y las del pueblo de Dios de la época de Habacuc. Con este panorama, ¿Cómo seguimos adelante? ¿A qué nos aferramos?

A lo mismo que Habacuc. Aunque nos falten las cosas básicas para la vida, aunque nos falte la salud… Aunque todavía no florece la higuera, ni hay uvas en los viñedos, ni hay tampoco aceitunas en los olivos, ni los campos han rendido sus cosechas; aunque no hay ovejas en los rediles ni vacas en los corrales [siendo que era el tiempo en que todo eso tenía que estar disponible], aun así, yo me gozaré en el Señor, me alegraré en Dios, mi salvador. El Señor, mi Dios, es mi fuerza. Hab 3:17-19.

Confiar en Dios es sostener lo siguiente: mi alegría, mi ánimo y confianza, no dependen de las bendiciones con que Dios me rodea y adorna mi vida; sino que mi alegría, mi ánimo y confianza descansan en la misma persona de Dios, en su ser, en su obra y en su presencia. 

Una cosa es decir: estoy contento porque me libraste de estar incluido en el número de infectados por el coronavirus, porque me diste salud, cuidado, recursos económicos, una familia y una iglesia que fueron responsables en medio de esta pandemia, y cosas semejantes (lo cual no está mal).

Pero Habacuc dijo: estoy contento y seguro porque aunque me falte de todo y no tenga ni lo más básico para vivir (porque los caldeos arrasaron con todo), sin embargo, tú sigues siendo mi Dios, mi salvación y mi fortaleza.

Estaba mirando hacia adelante, esperando el día en que Dios obraría en favor de su pueblo para librarlos de las consecuencias del pecado. 

Ahora estaba frente a un Dios enojado, pero Habacuc tuvo la confianza para decirle: “si te enojas, recuerda que eres compasivo” (Hab. 3.3). Estaba mirando hacia adelante, al día en que Cristo viniera a visitarnos. 

  • Por nosotros padeció necesidad: «Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos tienen nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza.»
  • Por nosotros padeció el infierno: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»
  • Por nosotros ofrendó su vida para seamos de él y perdonados le sirvamos en eterna justicia y bienaventuranza. 

Cristo ya nos visitó y sigue estando con nosotros hasta el fin del mundo. A él quedaste unido cuando fuiste bautizado, y todo lo que le pertenece es tuyo desde ese día, para que vivas una vida nueva. Esa vida nueva se caracteriza por esta certeza: “Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor que Dios nos ha mostrado en Cristo Jesús nuestro Señor”. (Romanos 8.38-39).

Por eso, más allá de cómo nos vaya en esta batalla que nos toca librar juntos, gobiernos, sociedad, iglesia, familias; más allá del tiempo que dure esta pandemia y de las consecuencias que nos traiga, podemos decir con Habacuc: Yo me alegro en el Señor; ¡me regocijo en ti, Dios de mi salvación! Tú, Señor, eres mi Dios y fortaleza.

Arturo E. Truenow, Pastor presidente.